DUELE TANTO ATRAVESARSE CON UN RUISEÑOR

Nos corresponde hacer miel con la sed que tienen nuestros verdugos,
huir de nuestras alas ya cortadas,
y levantar ese vuelo redundante, dolor doble
que se nos ha hecho invencible; poblar, de nuevo, el páramo.
Nos toca temblar en la boca del soldado,
atragantarnos como una flor blanca en la garganta del inocente
y cantar allí, con todas las voces que tiene la paz.
Porque morimos, también, en el alma del otro,
en la íntima oscuridad de su sonido que nos pronuncia,
como si estuviera llamando un sueño que se nos va.


Y uno quiere retener el verbo nacer y su placenta,
quiere resistir en el silencio del refugiado que mira al cielo,
como buscando una constelación que, en esa parte del mundo, no existe.
Nuestro llanto alerta a una madre cuyo rostro, en lugar de consolarnos,
parece que nos pidiera silencio.
Y uno necesita volverse orilla, porque debajo de esa palabra amada
y desacostumbrado a la boca hay tantas voces, hay tantos pájaros.
Hay una pluma intentando purgar las entrañas inquietas de las flautas.


Es necesario, pocos lo saben, volvernos semilla
y cultivarnos sobre ese nombre a la vez, tan nuestro y tan ajeno:
desde allí, esperaremos las primeras flores y las primeras abejas.
La miel no tiene lengua, ni garganta, pero canta.


Que no se olvide nunca ese rumor entre las acequias,
porque se le habrá negado al niño el amor por los signos,
se le ha habrá detenido al tiempo el presente de un poema que hemos matado.
Nos tocará entonces, respirar el desierto, la lenta fragua, la viña y,
con sus voces, afilar el corazón más necesario, aunque nadie se atreva a empuñarlo;
aunque nadie levante la hoz, como un grito de guerra,
cuando se deje ver el amanecer herido.


¿Anunciarán los zorzales un nuevo día,
cuando te hayas ido llevándote lo que queda del jardín?


Por eso, duele tanto atravesarse con un ruiseñor:
porque es la misma batalla la que libera la pureza y, es ahí,
cuando cada silencio pierde su frío.


Tenemos la sangre hecha antorcha, devoto fuego ardiendo
entre las cuerdas vocales:
sabemos que nos puede matar una guitarra,
sabemos que no es lo mismo afinar un amor que un piano.


Solo nos queda la luz desengañada del que grita, del que aún siente,
del hombre sensible que aún llora; nos queda la voz del que resiste,
del que escapa, del que se niega a disparar.
Tal vez, no merecemos más que otra primavera apócrifa, aplazada
pero llena de mariposas.


Allí, sobre el invierno, volverán a nacer las udumbaras sin sombras,
y el camino que hoy destruyeron
se dejará ver sobre la tumba de los reyes,
como si la misma tierra predicara sus milagros.
Nos tocará desencadenar la tragedia, en esa alegría humana
de volvernos inexplicables, en esa paciencia que exige el deseo
de una voz enamorada, que aguarda con ilusión la eternidad.


Tus arcanos se llenarán del gorjeo de una sangre perfumada,
de la melancolía inapelable de los años pasados
y de nuestras plegarias más profundas.
Lo sabemos: hay tantas voces.


Dejará canto y hojarasca lo poco que amanse la noche
en este sueño que (hoy) te he donado.

María Sofía Abarca