Hijo, debí cincelar en bronce envejecido
las iniciales de los préstamos que cancelaba
cada vez que incumplía sus promesas.
Y moldear en plastilina fluorescente
la simiente de sus manos agresivas,
abandonarle al albedrío de las alimañas
cuando pronunció las primeras frases contundentes, justo
antes de aceptar esta condena
como una cruz fatal de nuestra estirpe.
Debí cocer en el horno del destierro
las excusas infantiles y los argumentos banales.
Facturar su equipaje de intemperies
y yacer sobre sábanas de lino
sin abrirle las acequias a mi carne
desde el día que osó manipular mis convicciones,
pero siempre me traicionó la desmemoria.
Debí cambiar la cerradura de mi alma
en un alarde lúcido de congruencia
la vez que me gritó un improperio,
cuando llovieron lágrimas sulfúricas
en mis valles interiores.
Y someter el amor a referéndum,
porque no todo es válido cuando se ama
y mi dignidad no entraba en las apuestas.
Debí cobrarle en calderilla cada sustraendo.
Borrar en mi diccionario la palabra gratis.
Prohibirle las frases homicidas
y no limpiarme la sangre y la tristeza
con el mismo pañuelo delicado,
empapado en cloroformo,
que me regaló al principio de lo nuestro.
Esteban Torres Sagra