Los pies descansan sobre la barandilla del balcón
y el suelo distante se refleja en dos pupilas yermas.
Agarrotados, los puños semejan masas de carne crispada:
ya solo el vacío separa el todo de la nada,
un salto y un corto vuelo
hacen que la vida y la muerte se hermanen en un golpe.
Recuerdo lo que me hizo planear mi muerte,
la insensatez de mi futuro, la desesperanza de mi hoy,
mi ayer pasando como hoja en blanco, agua y aire trasparentes,
(no hay mar ni río, un cauce seco de piedras sobre piedras)
y ya por fin el desarme y la huida, el nunca.
Parecía sencillo en su momento,
escaleras hacia arriba y algunos pasos
con la mente en calma descansando en alcohol,
un leve suspiro de fuerza y se abriría la tierra a mi encuentro,
todo sutilmente planeado, aritméticamente frío:
frío el aire a mi alrededor, frío el tenue suelo,
el alma hibernada en su decisión, sola.
Ya recoge el rostro los primeros vientos
ya las manos se abren en alas, plumas los dedos,
el pecho todo sol, estrellas los ojos,
y el grito en la punta de la lengua hecha fuego,
imaginando la unión con la tierra nueva.
Ya el horizonte eres tú,
ya el amanecer es parte tuya. Y el crepúsculo
sueño de tu sombra, tu sueño.
Y lo más hermoso del reencuentro
en la superación perfecta del sobrevivir:
morir para saber vivir siendo uno,
la explosión de dos cuerpos uniéndose
volviendo a ser más allá de los límites,
ser una mano abierta dentro de las nubes
(toda un alma libre y sin raíces ¡sola!)
Adiós para vosotros, amigos de la absolución:
yo me perdono y os perdono por nada.
AMALIO GRAN.