El alma tenue
José Ignacio Lorente Lafuente
Los segundos resbalan perezosos desde sus ensueños
en una fantasmagórica penumbra al compás de esas saetas lánguidas
negruzcas, que se dejan caer sobre el silencio goteando, tic
turbias, arrastrando la tristeza hasta su boca, tac
entreabierta en esa apática figura que yace recostada.
Despierta el viento entre los árboles, silba entre sus copas,
aulla penetrando en las barandas de las galerías
y juega – baila – con las nubes que envuelven los tejados,
las buhardillas, donde empieza a repicar la lluvia temprana, fácil
con creciente viveza, casi furia, que la convierte en granizo
sobre el alféizar, tras las ventanas
en los torrentes que dibujan las vaguadas de las calles
y golpean – sacuden – la desidia en una sobremesa de bochorno.
Enseguida huye el agua del paisaje, se rehace la calma del estío
y la luz inunda de reflejos la ciudad,
aunque el sol no gobierna el horizonte ni el espacio de la tarde,
no destierra las sombras del tañido del reloj
si tras el fragor renacen las ausencias, las carencias, los vacíos;
si el tiempo se consume de nuevo insustancial,
romo en sus aristas.
La vida susurra remisa
vestida de hojas grises caídas en el ayer de la memoria.