El abuelo es un camaleón
Se camufla entre el sillón y la manta que lo cubre
Tiene orejas de elefante,
manos de ríos y meandros…
Lleva marcados en el rostro los lustros
como si fueran anillos de un árbol centenario
Reposa en el sillón,
con esa sonrisa tierna y aniñada que pone mientras ve
programas simplones de cámaras ocultas, caídas o enredos de vecindario
Él intuye que su partida está próxima,
pero no sabe que el diagnóstico del médico es desolador
que su corazón está más deshecho que sus huesos de polvo
y ese dolor bajo el pecho no es solo el precio de aquella caída tonta
con la que nos volvió a demostrar que era inmortal
y que ha dejado una macabra cicatriz decorándole la frente,
sino la sombra de la muerte abrazando lentamente su centro.
Él sigue preocupado por quién recogerá los albericoques cuando maduren
y arrancará las malas hierbas en el campo,
por si el dinero en el banco alcanza para dejarle un buen pellizco a cada nieto
o si voy a echarme pronto un novio que esté a la altura
Pero en esencia, en la profundidad del lago en el que nada, está tranquilo
No tiene miedo a irse de este mundo
Siente que está en paz con todo y con todos
(tendrá que notarse que lleva veinte años anunciando que ha vivido lo suficiente)
Yo lo miro como una madre miraría a su criatura reposar tranquila
Concentrando en mi mirada todo el amor y la ternura y la verdad del mundo
Sonriéndome por dentro y por fuera, satisfecha por sentirme tan llena de cariño
agradecida por tener a alguien que me despierte un amor tan puro, auténtico e incondicional
Aceptando esta despedida lenta de sábado por la tarde
escribiendo esto sin quitar los ojos de su mirada brumosa y brillante
que sigue embelesada por las imágenes que vomita el televisor
ajena a la lágrima que se lanza decidida a recorrer mi mejilla
mientras abrazo en silencio con las entrañas este adiós doloroso y apacible
que saboreo con dulzura
mientras imagino el vacío ocupando su lugar en el sillón
Laura Torres Gandía