Para morir,
me basta solamente
ese denso silencio de tu voz secuestrada,
de tu voz fugitiva,
allende un paisaje ajeno a mis oídos.
Para morir,
me basta solamente
levantar una copa,
donde ascienden, sin alma, burbujas de tristeza,
y mirar a través de otras copas amigas,
soñando con que encuentro, detrás de los cristales,
el brillo de unos ojos que no me pertenecen,
que hallo, fugazmente,
la luz que otrora iluminó mis días.
Para morir,
me basta solamente
escudriñar cada noche las gélidas sábanas,
palpar el vacío, el pavor de la nada,
acaso, en ocasiones,
un perfil impostado que no suple al dolor.
Para morir,
me basta solamente
que tu silla de espanto, tenaz y solitaria,
me apunte con el índice
de un dios inquisitivo,
de un dios que me pregunta
qué hice del amor mientras estuvo cerca,
mientras pasaba el tren delante de mi casa.
Para morir,
me basta solamente
pisar las baldosas que hollaron tus pies,
posar amargamente la mano en la almohada,
el nido que albergó las ondas de tu pelo,
hurgar en los cajones colmados de tu ausencia,
certificar la muerte colgada de las perchas,
aldabas pavorosas de sordos tintineos.
Para morir,
me basta solamente
abrir, de vez en vez, el arcón del olvido,
el cofre donde habita mi soledad inmensa,
rozarla con mis manos,
con mis dedos vencidos,
constatar cómo late la herida abierta,
vanamente afligido por la pena,
tercamente cercado por mis miedos.
Para morir,
me basta solamente
hacerme a cada instante la punzante pregunta
de qué porción de culpa me cabe en mi derrota.
Para morir,
ya ves que necesito
muy poca cosa.
Si no fuese esta balsa de pluma y de papel
que me salva a diario
de la zozobra.
Juan de Molina