Lentitud del agua
Manuel Laespada Vizcaíno
El agua siempre espera. No hay urgencias. Sabe
que hasta su falda acudirá la luna a columpiarse, el
lagarto a beberse su sed a bocanadas, a rizar sus
cabellos la tormenta… Nunca será la soledad
coartada y el tiempo, en sus entrañas, pasará,
indolente, cansado,
-como el sol, el silencio, o el beso de los años-de
puntillas.
El agua siempre espera inmarcesible, férrea;
tiembla, acaso tirita, si unos ojos se miran en su
azogue o ante la hoja vencida, pero el temblor no
es miedo ni abandono, es abrazo de lecho,
histriónico suspiro. Desnuda nos aguarda siempre
deshabitada y siempre virgen, ella que es
fronteriza y no conoce banderas circundantes,
límites ni fronteras, músicas diferentes a esas
músicas letales y envolventes
de cisnes o sirenas.
No hay urgencias, las clepsidras
del tiempo son, apenas, caricias
desleídas dejándose besar sobre su
lecho.
El agua siempre espera,
tan solo se estremece ante el asombro
de los ojos abiertos, como abrazos,
como gotas de fuego
-ya sin luz y sin sed,
pecio ya abandonado y sin salida-
que le dejan, por siempre,
como crespón silente y perezoso,
sus ahogados.