A GUISA DE HIMNO.
Esteban Torres Sagra
Amo la cebada cuando abraza al lúpulo y luego
se ofrece a los labios como un beso.
Amo su sabor amarillo, cuando mana despacio
delante de una barra o en un diván abatible;
su olor a descanso, pilar de la tierra, a la sombra
acogedora de idílicas parras o bajo toldos que
se mecen al ritmo del céfiro, y la sed del
domingo por los bares abiertos bebiendo el
néctar de sus cuellos de cisne, donde, sobre un
cimiento de paz sostenible, dicta sus
mandamientos la diosa pereza.
Soy adicto a las mesas opíparas, pantagruélicas,
al gozo que se concreta en detalle exquisito,
donde la libido del estómago libera sus cuitas en
manjares servidos con mucha eficiencia por una
legión de camareros plausibles que encumbran
la delicadeza a un estrato divino y te colman el
gusto con amor sibarita.
También disfruto con fruición del sueño, por más
de diez horas, en embozos mullidos, feto en las
entrañas de su regazo caliente, inquilino sin
fecha, entregado mi espíritu, mientras paso
horas muertas, aovillado y quieto, al aire que
sopla entre la noche y la siesta.
Por alguna carencia de vitaminas prosaicas mi
espíritu rehusa el fragor del trabajo en batallas
perdidas contra la cruda intemperie, gastando la
energía de mi pósito exiguo.
En la pereza reconozco una patria idílica
que juro defender con valores heroicos,
con herramientas o útiles que se cobren venganza
siempre que no exija demasiado sacrificio
mantener a raya al enemigo obstinado
-sudores, ahínco, cansancio, fatiga-
en la frontera del reino donde triunfa
el imperio sin tregua de su bendita holganza.