He agarrado con cuidado la mano del niño,
no puedo prometerle un mundo mejor
así que no quiero apretar demasiado
y dejar mi marca en sus deditos helados.
Caminamos ateridos sin miedo a las bombas
en el multitudinario desfile hacia el colegio.
Repasamos puntillosos la lección del día
con la que ni siquiera estamos de acuerdo.
Le prometí que mañana sería diferente:
que bajo la nieve no volvería el asfalto,
que correríamos descalzos por el césped
sin importarnos a dónde mira el soldado.
Tiritamos de pie en la puerta del colegio,
refriego sus mejillas con mis dedos helados,
me gustaría decirle que todo es mentira
y que en realidad ninguno merecemos esto.
Me gustaría decirle que no existen tesoros
ni al final de los cuentos ni en un mundo perfecto,
su nariz es un témpano que protege su alma
mientras sus ojos muestran un terror verdadero.
Me gustaría rebelarme contra esta muerte
de sucias bacterias que inundan carne y calles,
pero me escondo y duermo en un sofá piojoso
donde por fin no existo, ni vivo, ni pienso.
Él desaparece en el embudo de niños grises
sin dedicarme una justa mirada de odio.
Yo lo suelo esperar oculto entre sombras
y salgo a recibirlo al finalizar sus clases.
La guerra no se percibe en mitad de la guerra,
no se ven otros colores bajo el manto gris,
la esperanza juega con el impulso suicida:
el miedo hace silbar balas que nadie dispara.
Andrés Leal Tomás
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